miércoles, 16 de julio de 2014

La leyenda de Jusef Sardu.

Había una vez un gigante. Era el hijo de un noble polaco y se llamaba Jusef Sardu. Sardu era un hombre muy alto, pero la estatura de Sardu era un problema, una enfermedad de nacimiento que padeció y que estaba muy lejos de ser una bendición. El joven sufría mucho, sus músculos no tenían la fuerza suficiente para sostener sus largos y pesados huesos; en algunas ocasiones le costaba incluso caminar. Utilizaba un bastón bastante particular, una larga vara con una empuñadura de plata coronada con la cabeza del lobo con el emblema familiar. Desgraciadamente era lo que le había tocado en la vida y le enseño la humildad, algo muy ausente cuando de nobles se trata. Sentía mucha compasión por los pobres, los trabajadores y los enfermos. Era muy afectivo con los niños de la aldea, sus grandes bolsillos del tamaño de profundos sacos siempre estaban repletos de golosinas y alguna que otra baratija. Sin embargo, su fragilidad y gran altura eran una vergüenza para su padre y la familia. 

Era amante de la naturaleza y no le interesaba la brutalidad de la caza, pero como noble y hombre de rango, a los quince años acompañó a su padre y sus tíos a una expedición de seis meses a Rumania. Fueron a los oscuros bosques del norte, kaddishel. Los Sardu no fueron a cazar jabalíes, ni ciervos; fueron a cazar lobos, el símbolo de la familia, el emblema de la casa de Sardu. Iban tras animales de caza. Sumado a las inclemencias del clima, el camino era largo y duro, y para Jusef una lucha extrema. No habituaba mucho a salir de la aldea, y las miradas que le dirigieron los extraños a lo largo del camino lo hicieron sentir avergonzado. Cuando llegaron al oscuro bosque, le pareció que estaba lleno de vida. Numerosas manadas de animales merodeaban por el bosque durante la noche, como si hubieran sido desplazados de sus cuevas, nidos y guaridas. Eran tantos que a veces se les hacia difícil dormir a los cazadores, que no podían conciliar el sueño en el campamento.  Algunos querían marcharse, pero la obstinación del patriarca de los Sardu terminó imponiéndose. Escuchaba el aullido de los lobos por la noche y él anhelaba darle uno a su hijo, su único heredero, cuyo gigantismo era como una sífilis en la estirpe de los Sardu. Quería extirpar esa maldición de su linaje, casar a su hijo y que le diera muchos herederos para que la casa de Sardu mantenga su reinado. En un oscuro rincón de su mente habitaba la idea de que si Jusef le comía el corazón a un lobo cesaría la maldición. Él conocía las viejas historias de sus antepasados y aquel antiguo ritual maldito. La vieja tradición de la familia Sardu de matar a los lobos para luego comerles el corazón todavía latiendo. Decían que comer carne de lobo les daba a los hombres valentía y fuerza, y ahora él quería uno para su hijo.

Antes del anochecer del segundo día, el padre de Jusef emprendió su primera búsqueda, adentrándose en el oscuro bosque donde pronto se perdió, más bien, se separó del grupo. Lo esperaron toda la noche en vano, pero solo se escuchaba el lejano crujir de las ramas en el frío y helado bosque. Al amanecer del otro día, el grupo de cazadores emprendió la búsqueda, intentando recorrer la mayor parte del bosque posible, y si bien mantenían la fe en encontrarlo, no había ninguna señal. No había rastro alguno, salvo unas pocas huellas que no llevaban a ningún lado. La situación se agravó aún mas cuando al volver de la búsqueda se percataron de que faltaba el primo de Jusef. Su padre, desesperado, corrió en su búsqueda adentrándose en el bosque y tampoco volvió. Al otro día los pocos integrantes del grupo que quedaban emprendieron la búsqueda y se fueron perdiendo uno a uno; y así fue como Jusef, el niño gigante se quedó solo en aquel bosque, tan frío y tan lejano para él. Pensó en volver a su pueblo, pero tomo coraje y fue caminando bosque adentro en el medio de la noche, no quería volver solo y sin haber hecho nada. Alumbrándose con una antorcha que de a ratos le costaba sostener, iba en búsqueda de su padre a pesar de todo, no quería decepcionarlo una vez más, quería demostrarle que el podía ser una gran persona y estar a la altura de las circunstancias aunque sea diferente al resto, sabia que por mas que intentaran todo tipo de remedios  el siempre iba a ser así y ya no le importaba.

Cuando ya sus pies se estaban debilitando mucho, encontró una cueva, una cueva subterránea que se adentraba a las profundidades en una oscuridad absolutamente negra. En el interior de la cueva encontró los cadáveres de su padre, sus tíos y sus primos, sus cráneos habían sido aplastados con una fuerza descomunal, pero sus cuerpos estaban intactos. Habían sido asesinados por una bestia con una fuerza inusitada, pero al parecer, no porque tuviera hambre o miedo. No pudo descubrir la verdadera razón de sus muertes, y de repente se sintió observado, quizás incluso estudiado, por un ser que merodeaba a su alrededor, en el interior de la caverna.

Cautelosamente y apurando el paso, el señorito Sardu retiro todos los cuerpos, cavó una tumba profunda y los enterró; mientras el Sol empezaba a asomarse. Naturalmente, este esfuerzo lo debilitó gravemente dejándolo casi sin fuerzas, estaba exhausto. Y no obstante, a pesar de estar solo, presa del miedo, del frío y del cansancio, regresó a la cueva para enfrentarse al diabólico ser que rondaba en esa oscuridad, dispuesto a vengar a sus antepasados o morir en el intento ¿Qué paso después? No se sabe, esto fue lo último que se llego a saber de Jusef Sardu, el niño gigante, ya que su diario fue encontrado por la zona y esos fueron sus últimos apuntes.

En la aldea, después de que transcurrieran seis semanas, ocho y luego diez sin noticia alguna, se temía que el grupo entero estaba extraviado. Varios aldeanos emprendieron varias búsquedas que resultaron en vano. Pero dicen que al cabo de unas doce semanas, un carruaje de ventanas oscuras se detuvo una noche frente al castillo Sardu, y según dicen, era el joven amo. Se recluyó en un ala del castillo, cuyas habitaciones estaban vacías, y rara vez, o casi nunca, volvió a ser visto. Comenzaron a circular rumores sobre lo que había sucedido en el bosque rumano. Cuando las caravanas de gitanos pasaban por la aldea, vendiendo sus mercancías exóticas, hablaban de sucesos extraños, de encantamientos y apariciones cerca del castillo; de un gigante que erraba por los campos iluminados por la Luna como un dios nocturno.  Otras personas que sostenían haber visto a Sardu – si es que se les puede dar crédito a sus relatos – insistieron en que se había curado su deformidad. Algunos aseguraban incluso que había adquirido una fortaleza equiparable a su estatura sobrehumana. Por la noche había algo de actividad en el castillo, se podía ver el fuego de las chimeneas resplandecer en las ventanas, pero el lugar se fue viniendo abajo con el paso del tiempo. Sin embargo, fueron los niños quienes afirmaban que al caer la noche, se oía al gigante rondar por la aldea; decían haber escuchado el pic-pic-pic del bastón de Sardu, no solo en el piso, sino también en sus ventanas invitando a los niños a salir de sus camas y obsequiarles baratijas y golosinas. Los niños comenzaron a desaparecer, el caso más emblemático fue el de dos hermanas cuyos cuerpos fueron encontrados en un claro del bosque, tan blancas como la nieve que las rodeaba, sus ojos abiertos y cristalizados por el hielo. Casi toda la aldea de Sardu fue abandonada y se convirtió en un lugar maldito. 


Adaptación de “La leyenda de Jusef Sardu”, de Guillermo del Toro & Chuck Hogan, en el libro “Nocturna”.